Nos llama otra vez el camino.
De nuevo tomaremos la motocicleta para encontrar al otoño, ahí donde se manifiesta majestuoso en los bosques teñidos de oros y naranjas.
El jueves, al encuentro de las Blue Ridge Mountains, la cordillera de los Apalaches, que es la prolongación de la Sierra Madre Oriental que se proyecta al norte casi hasta Canadá.
Es la mejor época del año para viajar por esta región. Días de paisaje interminable, montaña y bosque, colinas y valles, ríos y lagos de una belleza extraordinaria, matizados por la exuberancia cromática del otoño.
Hay una alegria creciente cada día. El viaje es una fusión con la naturaleza expansiva, siempre más amplia y generosa cuando nos atrevemos a abandonar la comodidad del sillón para salir a su encuentro.
Tal vez un día cambie de domicilio, para mudarme a esa dimensión que es el viaje continuo, y asumir el firmamento por techo y el camino por destino. Ese estado de perfecto flujo que es rodar en dos ruedas por la tersa banda asfáltica, por los caminos menos transitados, perdidos entre bosques y granjas o los grandes desiertos. Las brechas agrestes que son sólo viables en una moto de aventura, el contacto constante con la obra magna que permanece impávida, ausente del territorio mecánico de la civilización.
Ahí hay otra forma de civilización. Una que se rige por los horarios del sol y las estaciones, dinámica y estática a la vez, majestuosa y primitiva, ordenada bajo sus propios cánones milenarios.
Ahí voy. Con mi tribu de cabello cano; guerreros que han ganado un sitio en la aventura de vivir, sin más límites que el horizonte que se diluye cada atardecer y el manto infinito de la noche, salpicado de estrellas y que recuerdan el polvo cósmico que nos integra. La intención divina que nos conforma y el privilegio de habitar la vida como la aventura del alma que es.
Partimos una vez más.
AL
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